Tengo un gato.

En mi infancia, aunque no era muy devoto de mirar
televisión, había un programa que siempre me encantaba: Don Gato y su pandilla.
Recuerdo cómo me encantaba ver las travesuras de Don Gato, Benito, y los demás.
Cada episodio era una aventura llena de situaciones cómicas y lecciones
valiosas.
Hace algunos años, todas las noches, el ruido de los gatos
en la azotea era incesante. Era como una fiesta felina, maullidos y saltos por
todos lados. Varias veces, me despertaban, y no podía conciliar el sueño solo
de imaginar lo que estaban haciendo. ¡Eran unos verdaderos fiesteros! Me los
imaginaba organizando sus propias fiestas, con música de fondo y hasta
bailando. ¡Qué locura! Cada noche era una nueva aventura, y aunque a veces me
irritaba el ruido, no podía evitar pensar que esos pequeños traviesos fueran
como mi programa favorito.
Pero había un gato en particular que rondaba mi casa durante
el día, y era todo un personaje. No se acercaba a nadie, solo se quedaba allí,
mirándonos con aires de grandeza, como si realmente fuera el rey del
vecindario. Caminaba con una presunción digna de un noble, moviendo la cola con
desdén. Siempre lo veía desde la ventana, y me parecía un gato muy presumido y
enojón, observando a todos desde su trono imaginario. Era como si estuviera
esperando que le rindiéramos pleitesía, y yo no podía evitar sentir coraje ante
su actitud tan altanera.
Al principio, pensé que simplemente era un gato
callejero en busca de compañía o un lugar cómodo para dormir. Pero con el
tiempo, me di cuenta de que ese gato que siempre merodeaba por mi casa en
realidad era de mi vecina.
Una tranquila noche, mientras el mundo dormía
plácidamente, fui despertado por un sonido peculiar: maullidos suaves y
constantes que parecían provenir de gatos pequeños. La curiosidad y la
preocupación vencieron mi somnolencia; no tuve más remedio que levantarme y
averiguar qué estaba ocurriendo.
Me levanté de la cama, tratando de no hacer
mucho ruido para no despertar a nadie más en casa. Al salir de mi habitación,
los maullidos se hicieron más claros. Caminé por el pasillo, sintiendo el frío
del suelo bajo mis pies descalzos, mientras intentaba determinar la dirección
exacta del sonido.
Finalmente, ubique el sonido debajo una
escalera. Allí, bajo la tenue luz de la luna, vi lo que parecía ser una pequeña
caja de cartón. Al acercarme, los maullidos se hicieron más intensos y, al
abrir la caja, descubrí a tres diminutos gatitos acurrucados, temblando de
frío. Junto a su madre, que finalmente me di cuenta que no era gato sino era
gata.
Sin pensarlo dos veces, me vestí y salí
corriendo a buscar a mi vecina. La razón era sencilla: tenía que entregarle sus
gatos lo antes posible. No es que no me gusten los animales, pero no quería
ningún compromiso con ellos. Los gatos, aunque encantadores, requerían una
atención que no podía brindarles en ese momento.
Al llegar a la puerta de mi vecina, toqué con
suavidad, esperando que estuviera en casa. Para mi alivio, abrió la puerta casi
de inmediato. Su expresión pasó de sorpresa a confusión cuando vio en la caja que
llevaba a unos gatitos.
—¿Y esos gatos qué onda? —exclamó, mientras casi
me cerraba la puerta en las narices—. ¡Esa gata ni sabía dónde andaba desde hace
mucho tiempo! Trate de convencerla amablemente, "estos gatitos dependen
completamente de su madre, y, por ende, de usted. Es su dueña y ellos necesitan
de su cuidado y protección."
Ella me miró, un poco sorprendida, pero sin
interrumpirme. Continué explicando: "Cada uno de estos pequeños depende de
un entorno seguro y amoroso para crecer sanos y felices. Tiene usted la oportunidad
de hacer una gran diferencia en sus vidas.
Después de un momento de reflexión, mi vecina suspiró
y asintió con la cabeza.
— Está bien, me quedaré con ellos. Necesitarán
atención y cuidados, y no puedo simplemente ignorar eso. Qué más puedo hacer.
Tomo la caja con cuidado y llevo a los gatitos adentro.
Casi amanecía cuando nuevamente escuché a los
gatitos maullar. Era un sonido suave pero insistente, como un pequeño coro de
voces que buscaban atención. La madre gata, con su elegancia felina, había
decidido una vez más llevar a su camada bajo mi escalera.
El espacio era reducido pero seguro.
Aparentemente, la gata había encontrado allí un refugio ideal para sus
pequeños. El lugar estaba protegido del viento y la lluvia, y, además, parecía
tener una temperatura agradable para los gatitos, Nuevamente volví a la casa de
mi vecina a entregarlos por la mañana, y de vuelta por la tarde, la gata los volvía a dejar
bajo la escalera.
Cada vez que los escuchaba, me sentía conmovido
por su vulnerabilidad y la dedicación de su madre para mantenerlos a salvo.
Los gatitos eran una mezcla de colores: dos con
manchas grises y uno que destacaba con su pelaje blanco. La madre, siempre
vigilante, los observaba mientras ellos exploraban sus alrededores con
curiosidad.
Cada día, observaba cómo la madre los cuidaba
con esmero. Los alimentaba, limpiaba y los mantenía a raya cuando sus
travesuras se volvían un poco demasiado aventureras. Era impresionante ver cómo
una criatura tan pequeña podía ser tan protectora y eficiente.
Un día la madre no volvió, no supe que paso con
ella, ni la dueña supo donde quedo. Así que, sin pensarlo dos veces, recogí la caja con cuidado y llevé a los
gatitos adentro. Les preparé un lugar cálido, improvisando una cama suave con
algunas mantas viejas. Mientras los arropaba, uno de los gatitos levantó su
pequeña cabeza blanca, observándome con ojos brillantes y curiosos, a él lo bauticé como “Blanco”
Con el paso de los días, los gatitos comenzaron
a crecer. Sus maullidos se hicieron más fuertes y su confianza aumentó.
Empezaron a jugar entre ellos, persiguiendo sombras y trepando un poco más alto
en la escalera. Era un espectáculo adorable que llenaba mis mañanas de alegría,
cada amanecer, al escuchar sus maullidos, me alegraba saber que había podido
ofrecerles, un pequeño refugio.
Lamentablemente, el gatito blanco ha partido de
este mundo. Fue un compañero querido y su ausencia deja un vacío en nuestros
corazones. Recordaremos siempre su ternura, sus travesuras y la alegría que
trajo a nuestras vidas. Aunque ya no esté físicamente con nosotros, su espíritu
seguirá viviendo en nuestros recuerdos. Otro de los gatitos de color blanco y
negro lo regale a una sobrina que le encanto desde que lo miro.
Por otro lado, aún tengo a mi querida gatita
Grisa. Ella se ha convertido en el centro de atención y en mi amiga más
cercana. Me he dedicado a darle lo mejor que puedo ofrecerle, asegurándome de
que tenga todo lo necesario para ser feliz y saludable. Por cierto, presumida igual
que su madre.
La presencia de la gata y sus gatitos bajo mi
escalera me recordó la importancia de los pequeños refugios seguros en la vida.
Aunque a veces el mundo puede parecer vasto y amenazante, todos necesitamos un
rincón donde podamos sentirnos protegidos y cuidados, como esos gatitos bajo mi
escalera.
© Juan Hernández Reyes. Todos los derechos reservados.


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